Empiezo a pensar que todo esto no
es más que un mal sueño. No es posible que se haya acumulado tanta mala suerte
en tan poco tiempo, concentrándose además en la misma persona, que no es otra
que la que escribe estas líneas. Debo reflexionar sobre lo que ha sucedido,
para tratar de buscar remedio a esta situación y así conseguir que de mi cabeza
se aleje esta negatividad y pesadumbre que anega mis pensamientos.
Para no tener dudas al respecto,
he consultado en el diccionario la definición de amable: “afable, complaciente,
afectuoso”. En realidad no era ésta la que estaba buscando, sino la segunda, la
que define a alguien amable como
“digno de ser amado”. Ahí es a donde quería yo llegar, porque me considero dentro
de ese grupo de población que puede ser etiquetado así: alguien digno de ser
amado, con todo lo que conlleva esa frase. Sin embargo, no he conseguido
todavía que alguien me ame con un mínimo de continuidad, manteniendo encendida
y viva esa llama que resguarda bajo su cálida luz todo el cariño que surge
hacia el otro cuando dos personas contactan en el plano afectivo.
Ha pasado ya medio año y he
compartido mi vida con tres parejas diferentes, a cada cual más extravagante y
caprichosa... al menos bajo mi criterio. Tres sujetos que no llegaron a
establecer conmigo un vínculo emocional sólido, pero en los que vi desde el
principio cierta analogía de carácter, una predisposición empática que no hizo
más que ilusionarme desde el primer encuentro y desde el beso inicial. Nada que
hacer; diez semanas escasas fue lo que aguantó la relación más duradera de las
tres. Y en todas apareció un denominador común: saturadas de mis atenciones y
hastiadas de mi peculiar forma de amar, mis ya ex parejas acabaron por dejarme
en cuanto fueron conscientes de que la química se desvanecía a cada hora que
compartíamos, de que la pasión perdía intensidad ahogada entre la inseguridad y
la desconfianza. En cualquier caso, un tiempo demasiado corto como para
considerar la posibilidad de pasar el resto de mi vida en su compañía.
Analizando mi comportamiento debo reconocer
que, en lo que a mí respecta, la mediocridad no es un rasgo que conforme mi
carácter. Cuando me entrego a un proyecto sentimental, vuelco mi corazón y toda
mi energía para vivirlo en cuerpo y alma. Si me paro un poco más a pensarlo, reconozco
que es posible que esta avalancha emocional pueda tener también sus
inconvenientes. Yo, que me enorgullezco de llevar los bolsillos llenos de
palabras afectuosas y la boca repleta de “te
quieros”, no he sido capaz de provocar en nadie una respuesta que no sea el
rechazo a corto plazo y la indiferencia más desoladora. Demasiado agobiante, demasiada intensidad en la convivencia, un asfixiante exceso de control y de
entusiasmo: un alto precio que me exijo para no tener que flirtear con mi
soledad, pero un alto peaje a pagar para el contrario, que en principio no
aspira a otro cosa que no sea compartir su deseo y disfrutar de la vida en
compañía, sin más complicaciones.
Es hora de reconocer lo que llevo
un tiempo sospechando y me niego a asumir: ni es un mal sueño ni es cuestión de
mala suerte; la suerte buena o mala es el pretexto de los fracasados, dice una
frase que he leído en algún lugar. Existe un único culpable para esclarecer
esta tormenta de emociones que rige cada una de mis aventuras en busca del amor
que todavía no he encontrado: yo. Qué triste resulta asumir que mi excesiva
manera de entender el amor y las relaciones íntimas sea precisamente lo que me
aleje de su conquista. Y es que “más” no siempre es “mejor”…