En el día más maravilloso de todos, no existiría el rencor
ni los celos y por la mañana ella lo estrujaría entre sus brazos, susurrando un
“buenos días, mi amor” que haría
tambalear los cimientos del edificio.
En el día más perfecto de todos, no habría necesidad de
acudir al trabajo y tras un desayuno saboreado como si del último deseo antes
de morir se tratase, se irían de compras cogidos de la mano comentando lo
entretenida que había sido la película del día anterior.
En el día más encantador de todos, se buscarían con la
mirada como un niño que, temeroso del mundo a su alrededor, sujeta con fuerza
el brazo de su madre y no la pierde de vista. Su compañía sería para siempre,
pues así lo delatarían sus besos y sus abrazos.
En el día más feliz de todos, volverían a casa con muchos regalos
y bolsas repletas de comida. Él se pondría a preparar la cena, mientras ella se
estaría probando ese vestido negro que tanto habían buscado. Ni el espejo más
perfecto sería capaz de reflejar tanta belleza.
En el día más sincero de todos, sus “te quiero” arrancarían pedazos del otro corazón; se acostarían
temprano, sin mirar siquiera la hora, para hacer el amor convencidos de que
toda la pasión concentrada sobre la cama sería capaz de congelar el tiempo.
Pero el día más bonito nunca ha llegado y de tanto llorar él
se ha convencido de que el mar es salado porque lo componen sus lágrimas. No
puede aspirar a tanta felicidad, porque ni se le permite observarla a través
del ojo de la cerradura, en ese cuarto inaccesible en el que la tristeza la ha
encerrado. No tendrá casa, ni regalos, ni nadie que le discuta argumentando que
esa camisa no va bien con ese pantalón nuevo, ni “buenas noches”, ni por supuesto “buenos días”.
Por eso, muchas veces sueña con ese día tan magnífico como
irreal y piensa que sin ella no vale la pena vivir en este Universo. Un enorme
vacío de galaxias, estrellas y materia oscura que solamente detiene su expansión
cuando ella respira a su lado.